En el campo dicen que se presta todo: menos la guitarra, la china y el caballo. Y, en estos tiempos modernos, comprendo a los que agregan el auto a su lista. Sin embargo, en este mundo todavía quedan espíritus inconscientes que violan de manera sistemática el mandato folcklórico.
Como si no hubiera sido suficiente con prestarme su Porsche 911 Carrera de 1996 -para participar de la Caravana Recoleta-Tigre en homenaje a los 50 años del deportivo alemán más famoso (leer crítica)-, un coleccionista-lector de Autoblog me llamó semanas atrás para volver a pisotear las tradiciones: “Se hace el Porsche Festival en La Plata. Yo voy a correr con el 911 del ’96, ¿querés ir con mi 911 del ’89?”.
Por supuesto, le dije que sí.
Pero, a medida que se acercaba la fecha del evento, se me empezó a fruncir el alma. Y otras partes también.
El pronóstico meteorológico para el viernes 1 de noviembre era espantoso. Y la prensa no tuvo mejor idea que comenzar a hablar de una tormenta bíblica con nombre de señora enojada: “Berta”.
Peor aún. Por una vez en la vida, el SMN acertó de pleno y el día amaneció con agua a baldazos. Pero, cuando llegué a la casa del coleccionista, el tipo estaba con su mejor cara de feliz cumpleaños: “El día del Porsche Festival siempre es mi día favorito del año”, me dijo mientras abría el portón eléctrico y me mostraba el auto que ya tenía el motor en marcha, tomando temperatura.
Este 911 de 1989 es un Carrera 3.2. Se trata de una de las últimas evoluciones de la generación original del 911, justo antes de la llegada del 964. Tiene un motor seis cilindros Bóxer de 3.164 centímetros cúbicos, 231 caballos de potencia, suspensión independiente en las cuatro ruedas, frenos a disco en las cuatro ruedas y unas prestaciones más que respetables: cuando era nuevo aceleraba de 0 a 100 km/h en 5,6 segundos y alcanzaba los 238 km/h.
Carrocería azul, llantas azules y detalles negros en los lugares indicados: como los paragolpes y el soberbio alerón trasero (está hecho en goma bien firme, aunque más flexible en los contornos), con rejillas para ayudar a la refrigeración del motor.
Afuera seguía lloviendo. Y no iba a arrepentirme. Pero no podía dejar de pensar en que ahora tenía que atravesar toda una Buenos Aires colapsada por la lluvia, un viernes por la mañana, en un auto sin ningún tipo de ayuda electrónica, con 231 burros colgando por detrás del eje trasero, y con una dirección dura como el adoquín.
“Yo sé que vos probás todo el tiempo autos modernos y potentes”, me animó el dueño. “Pero hoy vas a tener que hacer algo que no hacés muy seguido: vas a tener que manejar”.
Salimos de Vicente López, avanzamos por Avenida del Libertador, tomamos Lugones, la Autopista Illia, la Avenida 9 de Julio y la Autopista a La Plata.
Los limpiaparabrisas barrían muy bien, detalle importante. Pero nunca logré hacer funcionar con fuerza el desempañador, así que abrí las ventanillas. Lo mínimo indispensable, como para que Berta no se zambullera en el habitáculo.
El sonido del motor era encantador y me decidí a apagar de manera definitiva el equipo de radio. Pensaba usarlo para escuchar los informes de tránsito: un viernes y con lluvia, Buenos Aires puede ser una trampa mortal. Pero me relajé.
Pronto empecé a aflojar el cuerpo. La butaca integral era perfecta. Y comencé a agarrarle la mano a la dirección y al embrague, trabajosos ambos. El motor empujaba muy bien, pero nada me sorprendió más que la caja de cambios: dios mío, creo que nunca había tocado una transmisión más suave, precisa y exacta. Y estamos hablando de un auto con más de 24 años.
El tránsito por la ciudad no fue un problema. Cruzamos el Obelisco justo antes de la hora del caos diario. Y en la Autopista a La Plata me di el gusto de pisar el acelerador. Las ruedas patinan cuando hundís el pedal a fondo, también si cometés la torpeza de acelerar de más en pleno apoyo de una curva. Más aún con el asfalto mojado.
Pero lo que más me atemorizaba no era la potencia. Ni el clima. Tampoco la ausencia de ayudas electrónicas. Lo que más me atormentaba era la leyenda del “Widow Maker”, el fabricante de viudas que tantos incautos cosechó el 911 a lo largo de su historia. No sería una mala forma de morir. Pero aún creo que es muy temprano.
La cosa se puso realmente peluda en el tramo de la Ruta 2 que lleva hasta el Mouras de La Plata, donde se hizo el Porsche Festival. El asfalto hundido por los camiones había formado verdaderas piletas en algunos tramos. Y ahí llegué a una conclusión clínica: nada se parece más a un infarto que hacer patito a 120 km/h con un 911 del siglo pasado.
La mayor alegría del día fue ingresar al autódromo, con el auto en una sola pieza. Por fin, pude desayunar (los nervios son mi mejor dieta) y hasta logré disfrutar del evento (ver cobertura).
Pero la lluvia no paró de caer. Comenzaron a llegar noticias catastróficas de Córdoba y otras provincias. Berta ya no era una tormenta. Era una tragedia.
Y empecé a sentirme el conductor más cobarde del mundo, mientras veía a los enajenados porschistas acelerando a fondo sobre el pavimento menos indicado. En el día menos recomendable. Y siempre con el motor colgando del lado más erróneo.
A las tres de la tarde decidí volver a Buenos Aires, incluso antes de que terminara el evento, para no agarrar la hora pico de tránsito al cruzar la ciudad. La Ruta 2 estaba más inundada todavía. Pero no había forma de ir despacio: los camiones con acoplados circulaban por las dos manos y nunca a menos de 120 km/h.
El spray nublaba todo y sólo había dos alternativas: salir de la ruta –en un lugar desconocido, en un auto que no era mío, y encima un Porsche- o agarrar el volante con firmeza y hacer lo que hace tiempo no hacía: manejar.
A un ritmo de 120 km/h por hora –y tres patitos por minuto- entré a la ciudad, la crucé con un poco de tránsito pesado y por fin llegué a la casa del generoso coleccionista, en Vicente López.
Ahí me esperaba un último obstáculo: la lluvia había dejado sin luz al barrio y el portón automático del garage no abría. “Estacionalo sobre la vereda, hasta que vuelva mi marido”, me sugirió la señora de la casa, aclarando que lo hiciera con rapidez. Por esa calle tan estrecha circulan varios colectivos.
Llovía. Diluviaba. Y ahora los vidrios estaban más empañados que nunca. Mi propio aliento, de mis propios nervios, me había dejado ciego. Con bastante esfuerzo -¿te dije que la dirección era durísima?-, logré subir las cuatro ruedas a la vereda marcha atrás y ¡páf!: le pegué con el paragolpes trasero al naranjo de la vereda.
Te lo juro: hacía un segundo ese árbol no estaba ahí.
Asustado, puse primera para acomodarlo y ¡planc!: le di con el paragolpes delantero al poste de luz que tenía al frente. En serio, por lo que más quieras, te aseguro que cuando llegué tampoco estaba ahí.
La gentil señora del dueño me aseguró que el topetazo no le había dejado ninguna marca al auto. Tampoco al árbol ni al poste. Pero, desde ese ángulo y con semejante lluvia, no podía ver el tremendo bollo en mi ego.
Terminé de acomodarlo, apagué el motor, entregué las llaves y me fui caminando con resignación bajo la peor tormenta de los últimos tiempos.
Me prestaron un Porsche.
Y lo choqué dos veces en menos de un minuto.
Que San Ferdinand me condene.
Carlos Cristófalo
Fotos de Luciano Salseduc
***

Diseño mitológico. Tormenta legendaria.

En este caso, el enorme alerón trasero de goma contribuyó a la carga hidrodinámica.

Una mezcla indescriptible de alegría y pavor.
