Yo no tuve abuela. Tuve una Nona. Que no cocinaba guisos. Hacía inolvidables pastasciuttas. Se llamaba Rosa Chiesa, había nacido en Génova y llegó a la Argentina a comienzos del siglo pasado. A mi nono, Gabino Cristófalo, no llegué a conocerlo.
Pero sí me contaron una y otra vez la insólita anécdota del pobre inmigrante que desembarcó en Montevideo, convencido de que había llegado a Buenos Aires. Y que tardó casi cuatro años en darse cuenta del error.
Me las arreglo para cocinar pizzas caseras, tengo una receta secreta para preparar pesto y todos los 29 amaso gnocchi para mi familia. Tengo un hijo llamado Vito y sólo profeso una religión: la de San Ferrari.
Cuando era más joven me aproveché una y mil veces del truco del tano bruto para ganar chicas. Y hasta me sirvió para casarme con la irlandesa más jodida, militante del IRA.
La italianidad me puede. No sólo porque la llevo en la sangre, sino porque estoy convencido de que es la única cultura que se anima a enfocar con desparpajo las vueltas de este mundo podrido. El buen gusto es italiano. La pasión también. Y es mentira que la alegría sea sólo brasileña.
La Argentina está irremediablemente contaminada por la cultura italiana. Con sus cosas buenas y malas. Y eso me encanta.
Por eso, me cuesta encarar con objetividad este auto, el Bravo, el único auto italiano que Fiat hoy vende en la Argentina. Tan sólo espero que la semana que viene pueda escribir una crítica objetiva.
Y que no me salga una tanada.
C.C.