Nadie está exento de tener un pariente exótico en su familia, aunque a veces pienso que en la mía se pasan de rosca.
Ocurre que, mientras mis parientes sanguíneos son todos coherente y homogéneamente descendientes de italianos –con alguna escala en Uruguay, al equivocar el Nono su puerto de desembarco-, en mi familia política hay una explosiva mezcla de irlandeses, vascos y otras naciones con naturaleza separatista.
No es casual, entonces, que una simple discusión doméstica con mi mujer resulte equivalente a entrar en guerra con el IRA y la ETA. Al mismo tiempo.
Pero el colmo del exotismo familiar lo encarna mi cuñado venezolano. Alberto Daniel tiene nombre de telenovela de las tres de la tarde y -a pesar de que vive en Palermo Rúcula hace más de 15 años- todavía conserva un encantador acento caribeño que cultiva y conserva con un solo propósito: que los chistes malos que yo le cuento sin gracia, resulten hilarantes con su tonada caraqueña.
El único problema que tiene Alberto Daniel es su pésimo gusto por los autos. Y no es culpa suya.
Lo mamó de chico.
La cultura venezolana recibió una influencia norteamericana que la Argentina nunca tuvo y, a pesar de tener el combustible más barato de la región –el litro de nafta cuesta hoy dos centavos de dólar- los venezolanos sólo se interesan por esos autos que los cráneos de Detroit parecen haber diseñado los días lunes. A las siete de la mañana.
En Venezuela, lo que importa es transportarse. No interesa el estilo. Ni la tradición de la marca. Ni el comportamiento dinámico. Ni, por supuesto, el consumo de combustible.
En ese reino tan particular –y tan ajeno a los fanáticos argentinos- el rey es el Toyota Camry. El sedán japonés, absoluto best-seller en Estados Unidos, encontró en Venezuela a su previsible mercado espejo latinoamericano.
Pero mi cuñado venezolano sabe que los Camry a veces exageran su apatía: “Manejar un Camry es como probar un helado de vainilla. ¡Todos son iguales, pana!”
Lo sé: en la tierra del helado de dulce de leche su metáfora es casi incomprensible. Pero significa que no hay mucha diferencia entre una generación y otra de este modelo: todos -siempre- fueron simples medios de transportes. Tan correctos como anodinos.
Sin embargo, el nuevo Camry que se comercializa en la Argentina desde diciembre pasado (ver nota de lanzamiento) es el primero que parece escapar a ese lugar común.
Esta séptima generación es discreta, pero elegante. Tiene bajo perfil, pero sólo en su diseño exterior. Y, lo mejor de todo, conserva debajo del capot el genial motor V6 3.5. Se estrenó en la sexta generación del Camry, tiene 277 caballos y esto lo convierte en el auto de tracción delantera más potente de la Argentina.
Acelera de 0 a 100 km/h en 6,2 segundos y su velocidad máxima está limitada a 240 km/h. Es energía más que suficiente para convertir a un helado de vainilla ramplón en una sugerente crème brûlée.
C.C.