Texto de Hernán Charalambopoulos
Publicado originalmente en Retrovisiones.com

No pasa todos los días eso de tener un objeto de este tipo entre manos, y mucho menos en el entorno que ofrecen los lugares más emblemáticos de la Costa Azul. Cuando mi amigo Oriol Vilanova, editor de la revista Gentleman Driver, me propuso ir a probar juntos “el más barato de los Rolls”, acepté de inmediato el convite.

Recuerdo que una vez un amigo me contaba acerca de su experiencia en un monasterio en la India, en donde tuvo que cumplir durante varios días con un voto de silencio.

Al cabo de poco tiempo, hasta lo más imperceptible le parecía importante, y fue así como comenzó a seguir el vuelo de una mosca, a contemplar el cambio diario de las plantas, y a aprender a escuchar los distintos tonos que ofrece el silencio declinándolos en suaves mensajes para su inquieta mente.

Cuando se abre la puerta de un Rolls-Royce, y desde adentro nos invitan a entrar, no se trata simplemente de un cambio de ambiente, o de que nuestro cuerpo encuentre cobijo entre sus mullidos asientos.

Es internarse en una dimensión completamente diferente.

Sería como sumergir nuestra humanidad en un mar de sensaciones del que paradójicamente muy pocos quieren ser rescatados. Una saludable burbuja en donde los sentidos se potencian y se amplifican, no por los estímulos recibidos, sino porque la sensación de paz es tan grande, que cada pequeño detalle, cada ínfimo movimiento del paisaje toma una trascendencia que hasta hacía pocos instantes no tenía.

Todo parece detenerse. Todo tiene otro ritmo. Si hasta las agujas del infaltable reloj analógico -que descansa sobre la añeja madera del tablero- parecen deslizarse con mayor pereza de la habitual, tomando una debida distancia de la realidad y proponiendo una nueva velocidad al tiempo.

Aunque la palabra velocidad suene algo rudimentaria a la hora de hablar de esta pompa en donde todo lo exterior se detiene, hay que decir que bajo sus orgullosas ruedas, el asfalto corre muy deprisa, engañando en todo momento quienes viajan dentro.

Aquí no se trata simplemente de transportar material humano de un punto a otro con la máxima comodidad posible.

Aquí se trata de viajar, y no importa si el viaje dura cinco minutos o cinco horas. La experiencia vivida es tal, que merece la pena entregarse a sus manos y que él mismo nos indique el camino, acompañándonos con su majestuosa aunque discreta potencia durante toda la duración de nuestra estadía a bordo.

¿Alcanzarán sus 578 caballos para tal cometido?

Él es nuestro anfitrión, es quien acomoda nuestra humanidad de la mejor manera y una vez listos, alza el vuelo de esta majestuosa alfombra mágica que se desliza a ritmos impensados y nos hace llegar al destino indicado, rápido, seguro y de manera muy placentera.

Como buen anfitrión, pone a nuestra disposición una infinita batería de elementos para sintonizar nuestras preferencias -que bien podrían definirse como caprichos- con las necesidades de cada instante.

No falta nada y raramente tampoco sobra nada, ya que la sensación de armonía que nos brinda es tan grande, que dan ganas de utilizar cada uno de los miles de bálsamos a los que puede acudir el viajero para aprovechar al máximo el tiempo invertido en el viaje.

El alma de este auto está escondida. Nunca la vemos, siempre la intuimos pero cuando pensamos que hemos dado con ella se nos escapa, se desvanece y nos deja con la eterna duda de su existencia.

Al bajarnos, deja el dulce dolor de una despedida, o simplemente la certeza de haber convivido con esa nube inmaterial en un espacio durante el tiempo en el que fui su invitado.

Ese alma, es el espíritu, es la esencia de un Rolls Royce…

Ahora entiendo el homenaje de la marca hacia ese inquietante anfitrión invisible, y que tan bien nos ha tratado: como no sabían que nombre ponerle, pero están tan ciertos como yo de su presencia, simplemente lo llamaron "Ghost".

Galería: Crítica: Rolls-Royce Ghost

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