Texto de C.C.

(Desde San Martín de los Andes)

-Carlos, ¿me llevás en tu moto?
-¿No era que te ibas a esquiar?
-Sí, pero a último momento me dio miedo lastimarme.
-¿Miedo? ¿Vos, Leila?
-Sí, mañana tengo la sesión de fotos y no queda bien posar en la nieve con un yeso.
-Cierto, subí que te llevo.

Son las 10 de la mañana en el Cerro Chapelco y a la altura de 1.600 metros el terreno está cubierto por medio metro de nieve como talco. Estuvo nevando toda la noche.

Es el primer día de actividades del evento promocional que Nissan Argentina, Total y Loi Suites organizaron en San Martín de los Andes. La idea es revertir la imagen negativa que las cenizas del Puyehue se encargaron de esparcir esta floja temporada de invierno 2011 (leer más). Y yo tenía todo listo para salir a probar por el bosque una moto de nieve: un veterano Arctic Cat 450.

Nunca había andado en uno de estos aparatos y mi plan era manejarlo durante un par de horas, hacer unas lindas fotos y tomar nota de unos cuántos datos técnicos para escribir una buena crítica.

Pero Leila Lucianitch acaba de arruinar todos mis planes. Tiene 23 años, felinos ojos verdes, unas piernas interminables y en pocas horas más se va a desnudar en la nieve de San Martín para demostrarle al mundo que a ella tampoco le molestan las cenizas del Puyehue.

La producción de fotos será publicada en la revista Playboy Argentina de octubre y, de sólo imaginarla, se me pone la piel de gallina: acá hace un fresquete bárbaro.

Los Arctic Cat de Chapelco tienen casi ocho años de uso y varias batallas a cuestas. Llevan motores Suzuki 450 de dos tiempos que se encienden por correa, como un clásico fuera de borda. Tienen embrague centrífugo y tracción por oruga, con dos esquíes direccionales al frente.

Sobre nieve compactada pueden alcanzar una velocidad máxima de 100 km/h y consumen 20 litros de combustible cada cien kilómetros.

-¿Estás lista?
-Sí, dale.
-Agarrate fuerte, no quiero recibir reproches del Abuelo Heff…
-Dale a fondo, me encanta la velocidad.

Como una auténtica dama cortesana, Leila se aferra al manillar trasero con los dos brazos y mantiene un casto contacto conmigo sólo a través de sus piernas, bien apretadas.

El sled hace patinar un segundo el embrague y, cuando conecta la transmisión a la oruga, sale disparado hacia delante. En las trepadas incluso tengo que desplazar el cuerpo hacia el frente: los esquíes tienen la poco simpática costumbre de despegarse del suelo y dejarme sin dominio con cada gatillazo del acelerador.

En las curvas tengo que descalzar media nalga del asiento hacia el lado interno. La tendencia a irse de trompa de estos aparatos es natural. Y el vuelco de un snow cat, parte de la rutina cotidiana de los socorristas de Chapelco.

No tardo en en descular el temperamento del bicho. El empuje de la oruga es tan potente que es imposible doblar mientras se acelera. Para tomar las curvas hay que cortar el gas, doblar, enderezar el vehículo y recién ahí acelerar a fondo.

Suena fácil, pero cuando la curva es en trepada se hay que aprender a tomarle el tempo.

En las bajadas rectas es donde el aparato se siente más seguro. Y ahí, acelerar al máximo, es tan divertido como manejar una montaña rusa.

Mientras ordeno todos estos conceptos en el hemisferio izquierdo de mi cerebro, el derecho tiene algo bien en claro: con cada descarga de potencia estoy atormentando los metacarpos de Leila sobre el manillar trasero. Pero ella se resiste -estoica, recatada- a abrazarse a mi campera.

Sin embargo, no se queja. Todo lo contrario: se ríe a carcajadas. El estruendo del motor en cada acelerada queda opacado por la risa diáfana que sopla sobre mi nuca.

Estoy convencido de que ese fenómeno, y ningún otro, es el responsable de que a nuestro paso las ramas de los árboles vayan soltando una fina nevisca en forma de velo.

-¡Qué buen paisaje! ¿Podés parar acá? Quiero sacar una foto.

Los frenos actúan de manera directa sobre la oruga y son excelentes: detienen el aparato en seco, como si debajo de las orugas hubiera asfalto caliente y no una capa de nieve compacta.

-Me encanta el ruido que hace el motor, ¿por qué es tan ruidoso?

La inocente pregunta, en medio del bosque, asusta al bicilíndrico. Carraspea, se ahoga y se apaga. Tiro dos veces de la cuerda. No arranca. Me bajo, trabo un pie para hacer fuerza y sigo tirando. El muy maldito da señales de vida.

Ella saca fotos, ahora me pide que la retrate y se vuelve a reír. Casi zonza. Como mirando una película protagonizada por un Buster Keaton de las nieves acostumbrado a fracasar ante los caprichos de las máquinas.

Por fin, el bendito motor arranca. Lo mantengo alto de vueltas mientras trepamos al asiento y salimos a toda velocidad.

Intento recuperar tiempo perdido. Dibujo dos curvas perfectas con compás. Me siento confiado sobre la máquina. Al comienzo me pareció inestable, tosca e imprecisa. Ahora me gusta la sensación que transmite.

En la tercera curva vuelvo a la realidad. El volante, los esquíes y mis más sinceras intenciones apuntan hacia la izquierda, pero el sled sigue derecho, pega un latigazo repentino y comienza a volcar sobre su costado en cámara lenta.

Freno a cero, alcanzo a poner un pie sobre la nieve y mantengo el aparato en un extraño equilibrio de 45 grados. El peso del gato de nieve es insoportable, pero consigo levantarlo sin terminar de volcar.

Estoy agotado. Por el susto y el esfuerzo. Me cuesta respirar. Algo me oprime el estómago. Miro hacia abajo y comprendo. Los brazos de ella son un anillo hermético en mi cintura.

Pero ya no ríe a carcajadas. De hecho, también noto que por primera vez en el día perdió su gran sonrisa con boca de dama.

Me dice: “Flaco, si me rompés una pierna te mato”.

El resto de la travesía es en silencio. Hasta el motor parece menos ruidoso, como temeroso de cortar la tensión del ambiente.

Sólo nos detenemos unos segundos para hacer una foto más. Hay dos lechuzas blancas paradas en la rama de un pino. Y ella se fascina con la imagen.

El par de pájaros que no se asustaron con las cenizas ni el ruido de la moto le devuelven la sonrisa.

Pero Leila ya no carcajea. Cuando volvemos a la base se baja, me da la mano y me dice: “Manejás muy bien”. Y se aleja.

Apago el motor y me quedo pensando durante un largo rato.

Me cuesta discernir si esa es una buena o una mala conclusión para esta crítica.

***

Crítica: Arctic Cat 450

-Y para encender el motor tirá de esta cuerda.
-¿No me dijiste que tenía encendido electrónico?
-No, te dije que el tablero es electrónico.


Crítica: Arctic Cat 450

Crítica: Arctic Cat 450
Advertencia: ninguna conejita de Playboy resultó lastimada en esta producción de fotos.

Crítica: Arctic Cat 450

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