Como tantas otras, esta revista no existiría si no hubiese habido personas que transmitan el amor por este tipo de lecturas en papel. Esta nota es un homenaje a una muy especial, y por extensión a todas aquellas publicaciones periódicas que formaron nuestra curiosidad, nuestra avidez por las cosas técnicas, y también nuestra paciencia para esperar semana a semana a que llegue cada entrega.
Antes de arrancar, me siento obligado a aclarar que esta es una nota muy personal, probablemente la más personal que haya escrito y vaya a escribir en esta revista. Pasa que hace poco tiempo, apenas unas semanas después de la salida de la edición anterior, falleció mi papá. Fue un muy buen hombre Juan Carlos Tarditti; recto, honesto, protector y generoso. Y a pesar de haber tenido una historia muy sacrificada, el Destino le dio una vida larga, y rodeada de mucho cuidado y amor en sus últimos años.
Lo cierto es que, entre las muchas cosas de las cuales los hijos nos tenemos que encargar en estos casos, una importante es revisar y ordenar las cosas que dejó; elegir qué es lo que sirve y qué lo que ya no sirve, decidir qué tirar, qué regalar, qué conservar. Es una tarea triste y movilizante, porque cada pequeña cosa dispara un recuerdo. Ropa, papeles varios, estudios médicos, medicamentos, herramientas raras, todo tipo de chirimbolos que tenían alguna promesa de uso (mi viejo siempre fue un poco procrastinador, hay que reconocerlo); todo fue encontrando un camino más o menos lógico... Hasta que llegó el turno de las revistas.
Pilas y pilas, por todos lados y en cada rincón: en la biblioteca grande del living, en la bibliotequita de su cuarto, en escritorios, en su mesa de luz, en estantes varios, abajo del televisor, arriba de sillas… y muchas –muchísimas– en el altillo de esa casa que él construyó con sus propias manos. Pasa que mi papá era una especie de adicto a las revistas (mucho más que a los libros, que siempre fueron la obsesión de mi mamá). Se pasaba horas y horas leyendo viejas ediciones en su sillón favorito, muchas veces tratando de esquivar las tareas domésticas que tenía asignadas. Y en esta categoría de “revistas”, incluyo también a todo tipo de fascículos coleccionables, de esos que nunca llegan a encuadernarse, porque terminan teniendo una lógica parecida a la de las revistas: por tamaño, extensión, diseño, periodicidad, y básicamente porque aparecían en los mismos pilones. Muchas seguro ya las había leído 2, 3 o 10 veces, y sospecho que había un disfrute en volver a repasar conocimientos que ya tenía, más que en descurbir nuevas cosas o encontrar matices sobre esas cosas que ya sabía.
Lo que me pasó fue que, cada vez que encaraba un nuevo pilón para revisar (y lo sigo haciendo, porque es un proceso larguísimo), me daba cuenta de que si no fuese por mi viejo y su obsesión por ese tipo de publicaciones periódicas, esta revista que está siendo leída acá no existiría. Por eso siento que el mejor homenaje que puedo hacerle es justamente honrar a todas esas otras revistas que tuvieron tanta influencia en mi vida, y estoy seguro que en la de muchísimos otros que comparten la pasión por las cosas técnicas.
Educación gráfica-sentimental
Justo unos días antes del fallecimiento de mi papá, durante uno de esos larguísimos tiempos muertos de espera en un aeropuerto, habíamos tenido una linda charla con los colegas Eduardo Smok (no hace falta presentarlo), Norberto Lema (del Canal Público) y Miguel Silva (del equipo de comunicación de Stellantis). Fue en el viaje de regreso luego de la presentación de un nuevo modelo de Fiat así que, con el tema de los coches bastante agotado, nos pusimos a hablar de aviones de caza de la Segunda Guerra Mundial. Arrancamos con Mustangs, Focke-Wulfs y Spitfires, y de ahí pasamos a otros más recientes como F14’s, Mirages y MiGs. Una conversación que no podría haber sido más nerd. Pero de lo que nos fuimos dando cuenta en la charla, es que todos compartíamos similares “fuentes” para ese conocimiento acumulado, tan poco útil como fascinante. Así que de Zeros, Corsairs y Sukhois, pasamos a hablar de Interavias, Historias de la Aviación, Máquinas de Guerra, y hasta de la legendaria enciclopedia La Segunda Guerra Mundial de Salvat, entre otras revistas y fascículos coleccionables.
Pensé mucho en esa conversación, mientras revisaba los pilones de revistas de mi viejo; en cómo todas esas publicaciones técnicas fueron protagonistas de la “educación sentimental” de varias generaciones. Estoy convencido de que a muchos nos formaron en una avidez por cierto tipo de conocimiento, pero a la vez en una consciencia sobre sus límites y su escasez. Porque no eran productos baratos, tardaban en llegar, y pocos teníamos la posibilidad de adquirir todos los que queríamos, así que siempre había información que se nos escapaba. Entonces, además de la curiosidad, nos formaron en el ejercicio de la paciencia, tanto para esperar semana a semana a que llegue cada entrega, como para dosificar la lectura y no “agotar” todo el contenido en un instante. Y también nos procuraron todo un desarrollo de la astucia, para conseguir más información sobre un tema, cuando la disponible en las páginas que estábamos leyendo no era suficiente. Entonces recorríamos kioscos, visitábamos bibliotecas o intercambiábamos material con amigos y conocidos.
Hoy las cosas son claramente muy distintas: toda la información está (o parece estar) al alcance de la mano –o del dedo, mejor dicho–, porque se trata de hacer clicks o taps, para abrir las puertas de ese mundo infinito llamado Internet. Todo accesible en un mismo dispositivo y en forma inmediata. Pero de ninguna manera esto se trata de decir si antes era mejor o peor. De hecho no sé lo que hubiese dado en mi infancia y adolescencia por tener acceso a algo llamado Wikipedia, por ejemplo. Tampoco me quiero meter en el complejísimo –y fascinante– tema de cómo las distintas formas de acceso al conocimiento (y el entretenimiento) condicionan comportamientos posteriores, incluso a nivel social. Simplemente quiero –necesito– poner en valor toda esa serie de acciones, relaciones y sensaciones, que se ponían en movimiento a partir del estímulo de las revistas y los fascículos técnicos, que sospecho que corren el riesgo de perderse. Por eso me reconforta tanto cuando veo interactuar a los más chiquitos con esta revista (o con cualquier otra). Para ellos, que todavía están descubriendo el mundo, estos dispositivos de papel, tinta y pegamento tienen tanta magia como una tablet o un celular.
La huella sensorial
Pero hay algo más, y tiene que ver justamente con los sentidos. Estoy seguro de que durante aquella conversación con mis colegas, a todos se nos activó una parte de la memoria –más allá de los aviones, los barcos o los autos– relacionada con el recuerdo físico de haber estado ahí, en algún lugar y en determinado momento, con esas revistas en las manos. Porque las revistas y los fascículos, como los libros, dejan huellas visuales, tácticas y olfativas en nuestra memoria. Esas huellas nos permiten conectarlas con momentos, contextos, gente... Y ya el solo hecho de recordarlas, arma un caminito que lleva –nos lleva– a lugares del cerebro pudieron haber estado desactivados desde hacía mucho tiempo.
Bueno, la experiencia real del contacto es infinitamente más potente. Porque todas esas revistas viejas que quedan estacionadas, esperando que alguien las vuelva a abrir, conservan diseños, texturas y sobre todo partículas olfativas, que provocan un pequeño pero poderoso vendaval de emociones. No hay celular ni tablet que puedan generar algo así.
Conociendo nuestro “perfil de lectores”, estoy seguro de que muchos de los que están leyendo esto también acopian un montón de revistas, de muchas épocas distintas. Les propongo que vayan a buscar la más vieja que encuentren, la abran y se dejen llevar hacia ese pedacito de su historia personal, que seguro está contenido entre esos textos, esas imágenes, esas texturas y esas partículas olfativas. Y quien les dice que en ese estado de gracia no puedan abrazar a alguien muy querido que ya no está en este mundo.
R.T.
* Texto publicado originalmente en la Revista Miura.
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