Texto de Nico Nikola

Como este no es un consultorio técnico ni el rigor científico un mandato editorial, me voy a zambullir de lleno en el carácter esotérico al que suelen apelar algunos usuarios al tratar a sus automóviles. No me refiero al amor incondicional que solemos tener algunos por un conjunto de piezas mecánicas hermanadas, cuyo resultante es “desempeño”, sino precisamente a lo opuesto.

Hay una frase que jamás entendí y que ha estado a flor de labios de numerosos miembros de mi familia. Acuña un sinsentido astral al menos que, siendo alguien muy creyente y devoto, haya encomendado sino delegado a la Virgen de Luján el buen funcionamiento de su unidad.

Esta frase u oración, que apenas me animo de escribir es: “El auto tiene que estar a mi servicio”.

¿Qué querrán decir? ¿Con qué poder supremo y omnisciente estarán ungiendo al rodado, que nos da el derecho a pedir un servicio, léase incondicional?

Por más noble que fuese la máquina, sin dudas nos pedirá algo a cambio. Hay quienes creen que lavar el auto es un tema de higiene o estética y que nada tiene que ver con el cuidado. Es curioso, porque es uno de los primeros ítems que abordan los manuales de uso –un libro escrito e ilustrado, especialmente creado para ocupar espacio en la guantera-.

¿Por qué un medio mecánico debería prestar un servicio sin pedir nada más que combustible, eso sí, sólo cuando acuse la señal lumínica de reserva?

Los argentinos nos hemos vuelto descuidados con los autos, paradójicamente siendo un país donde el sacrificio realizado para hacerse de uno es tres veces mayor que en Chile o seis veces más oneroso, hablando del poder de compra, que en España.

No me canso de ver en talleres mecánicos vehículos ultrajados y maltratados con desastres ocasionados por correas nunca reemplazadas, aceites degradados, líquidos refrigerantes que has sido remplazado por agua corriente debido a una continua reposición luego de reiterados aumentos de temperatura, como si fuese normal el consumo de aquel líquido fundamental.

Neumáticos escalonados cual polígonos irregulares, producto de amortiguadores desinflados y bujes hechos añicos. La lista de etcéteras podría llevar varios renglones y, aun así, no llegaría a mencionar todos los ejemplos, que sin duda y ahora mismo, vienen a la mente.

No siempre fue así. Algunas décadas atrás, el auto era “un miembro de la familia”. Motivo de orgullo y reflejo del progreso y los logros personales. Un culto al invento que nos cambió la vida y por el cual será recordada nuestra civilización y nuestro tiempo. El mismo se observaba en un riguroso cuidado y seguimiento de los servicios, que además eran mucho más frecuentes como también el número de componentes a reemplazar: platino, condensador, cables de bujía cada 15 mil kilómetros y al cambio de aceite cada, máximo, 5.000 kilómetros. El lavado semanal, un ritual y un momento de comunión cuasi sagrado con nuestra unidad.

Rodearlo, observar cada paño, empeñarse en que luzca mejor, una extensión de nuestra humanidad y una proyección de nuestra personalidad. Esa fue la generación de nuestros mayores, padres, abuelos y un legado que parece haberse perdido para siempre.

Una vez me encontraba con un ejecutivo de una multinacional, yendo en mi auto a visitar a un cliente. Transitamos varias horas juntos por rutas y autopistas. Este señor, estadounidense él, muy acostumbrado a viajar por Latinoamérica y cuyo destino anterior había sido San Pablo (Brasil) me hizo una observación que me llamó la atención: “¿Por qué los autos en la calle se ven tan sucios?”

No usó un tono peyorativo ni fue ponzoñosa su observación, sólo que me costó entender a qué se refería. Lo primero que pensé, excusado por mi mal inglés, es que había notado la antigüedad del parque, lo anticuado de algunos modelos o versiones, o simplemente los pequeños y de gama baja, que son a todas luces los que circulan por el Conurbano, hoy y siempre.

Pero no. Su observación fue clara y precisa: hablaba de autos sucios.

Me sentí un poco avergonzado, a la vez que intenté inútilmente una explicación sin argumentos válidos. Tenía razón: quien no tiene un trapo y un balde de agua, tal vez no pueda o no deba tener un auto.

Pero pasemos de lo percibido a lo real y vayamos a los datos. En Costa Rica, la penetración de mercado de productos de “cosmética automotriz”, “car care” o “detailing” es al menos cuatro veces mayor que en Argentina, en una medida relativa al parque automotor.

Es un dato que a mí no me enorgullece.

Sin embargo, hasta aquí hemos llegado: hemos elegido el destrato y el olvido. Andar y andar sin ofrecer una mínima atención, una inspección visual y una ojeada al manual siquiera yendo directamente a la página que describe gráficamente la frecuencia sugerida por el fabricante en la revisión de componentes vitales.

Nada, sólo la constante e incansable demanda: “Que me lleve y me traiga a mi propio gusto y placer”.

Nunca llegan esos 10 semanales minutos que nos ahorrarán tiempo y dinero. Qué paradoja: son sólo unos minutos semanales, versus días en un taller, esperar una grúa y la molestia de buscar un remise, que nos traiga de regreso a casa.

No todos somos iguales. Estoy seguro de que ninguno de ustedes, queridos lectores, ha de verse identificado en estas líneas. Sin embargo, habrán reconocido en ellas a muchos de su entorno.

Una vez leí que, si se le hiciera a un auto el mantenimiento preventivo que se le hacen a un avión, nos veríamos disfrutando de ellos una insospechada cantidad de kilómetros. No exageremos: se trata nada más que de seguir las indicaciones del manual. Más mimos y menos agua bendita.

Si cuando se encuentren con alguien que justifica el maltrato de su unidad expresando con énfasis y orgullo la tan temida frase: “¡El auto tiene que estar a mi servicio!”, por favor no lo dejen pasar, sepamos de una vez por todas qué están queriendo decir. Tal vez logremos alguna reflexión sensata y colaboremos con ello en lograr una mejor vida para su auto y a la postre, cuidar su bolsillo.

N.N.

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La columna de Nico Nikola: “Por qué Argentina nunca volverá a fabricar un Torino”
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