Texto de Nico Nikola

Como aficionado al mundo del automóvil, uno no está exento de vivir emociones contradictorias, incluso al punto de llegar al límite de la depresión y la angustia, al intentar interpretar y analizar el rumbo que traza el mundo de la automoción.

Pese a que habitamos una aldea global, hay quienes no se enteran aún y los hay también quienes se sienten dueños absolutos y a cualquier costo de liderar los cambios regulatorios que ponen en jaque a toda una industria y su cadena de valor.

Durante al menos una década, los legisladores de la Unión Europea y otros entes creadores de normas, con poder de policía en la implementación, se propusieron llevar al diesel a niveles inimaginables de su frontera técnica. Los desarrollos fueron incluso más allá de la lógica, alcanzando niveles de eficiencia de reducción de emisiones impensados diez o veinte años atrás.

Año a año, las automotrices fueron alcanzado y superando los objetivos de cada una de las normas Euro, incluso por anticipado, mostrando compromiso y destreza técnica -no voy a dedicar ni una frase a tramposos y ventajeros- nunca vistos antes.

Todo ese esfuerzo técnico, miles horas de laboratorio, incontables ensayos, millones de euros en desarrollo, capacitación y comunicación fueron descartados a la vez que la industria queda acorralada y atrapada.

Necesidades de caja en tiempos récord que comprometen recursos y puestos de trabajo aceleran la obsolescencia y descarte prematuro de activos con un indiscutible impacto ambiental.

No hay duda de que el futuro de la industria automotriz es la electrificación. Nadie en su sano juicio desafiaría ese supuesto, que ya muestra fantásticos beneficios. No hablemos de huella de carbono, de capacidad extraordinaria de kw posiblemente generada por ciclo combinado de gas y fuel. No nos detengamos en el hecho de que nadie habla aún de la disposición de las baterías y de la dudosa capacidad de reuso, de reciclaje de sus partes, y las fundadas dudas sobre el mercado de autos usados, lo que no sólo permite el alcance del bien a familias de menores recursos, sino que a su vez estira su vida útil al superar holgadamente una década al pasar de una mano a otra.

¿Quién compraría un auto eléctrico con 10 años de uso y sus baterías al 30% de su capacidad? ¿A qué precio?

No pretendo demonizar una tecnología que, a todas luces, muestra inéditas ventajas e indiscutible aporte a la calidad del aire respirable. Sin embargo, observo una preocupante desconexión de los señores dueños y creadores del marco regulatorio, que están llevando a toda una industria de manera anticipada a una necesidad de caja insoportable, a realizar fusiones y alianzas que acaban con millones de puestos de trabajo. Ni hablar de la destrucción de activos en una cadena de valor, que es esencialmente metalmecánica.

Vamos más rápido, prohibiendo y controlando, que anticipando nuevos desafíos al abrir el debate.

¿Qué necesidad de acorralar al diesel, llevando al descarte de una tecnología que parecía haber llegado a su pináculo a fuerza de innovación e ingenio? Una vez en Francia, mi chofer de Uber -con su magnífico e impecable Skoda Superb TDi- se obligó a rodear una extensa de zona de París para arribar Charles DeGaulle, debido a que su vehículo tiene vedado el acceso a la ciudad, llevándolo a quemar una innecesaria cantidad combustible fósil. Al arribar a Madrid, mi primo me pasó a buscar en su Seat Tarraco, lamentándose por ser tal vez, su ultimo TDi.

Son ejemplos de un absurdo que está empujándonos de narices hacia un puente aún en construcción y de dudosa solidez estructural. Ni un minuto antes, ni uno después, saber leer la realidad no sólo es una falta en los políticos vernáculos, lo es también en el Viejo Mundo.

Es también responsabilidad de los líderes aportar cordura, informarse y anticipar de manera inteligente y realista los tiempos de este nuevo mundo de la automoción, que no por apresurarlo, llegará antes. Ni un minuto antes, ni uno después.

N.N.

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La columna de Nico Nikola: “Un día en clásico a la oficina”
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