Texto de Federico Kirbus
Publicado originalmente en “Los Grandes Premios Standard 1957 – 1967”
El Parque Cerrado, durante los Grandes Premios, era casi más importante que la carrera misma, ceremonia que cobró particular trascendencia en los Grandes Premios Standard a partir de 1957.
Después de una jornada de polvo o barro, de vivencias extrañas, de castañazos contra la montaña o algún derrape violento, entre los sobrevivientes de la etapa previa había miles de anécdotas para contar.
En los hoteles donde se alojaban pilotos, acompañantes y auxilios se congregaban los contados periodistas que acompañaban la gran caravana a través del país.
¡Qué mejor lugar para enterarse de las historias reales del Gran Premio! Al margen de lo que registraba a lo largo de la ruta, el profesional podía recabar en estas peñas material precioso y exclusivo para su publicación.
El día de Parque Cerrado -que en rigor se organizaba en un parque abierto-, cada competidor debía armar la estrategia para aprovechar lo mejor posible la hora y media o dos que el Reglamento otorgaba a los participantes para recorrer la máquina o efectuar arreglos necesarios.
Incluso quedaba, para los muy necesitados, un brevísimo lapso de tiempo disponible entre el momento en que uno retiraba el coche a la mañana siguiente y el instante de la largada efectiva.
En casos extremos se largaba normalmente y paraba a los pocos metros para realizar algún ajuste, lapso que desde luego se sumaba al tiempo de carrera.
De esos Parques Cerrados quedaron en la memoria incontables episodios, entre graciosos y dramáticos.
Reinaba la improvisación. A falta de fosos se colgaba el auto de la rama de un árbol como si fuera un elevador. Mecánicos tirados dentro del vano motor o debajo del vehículo. Cada tanto un grito: “¿Cuántos minutos faltan?”.
Un cambio de aceite y la verificación de los líquidos esenciales era lo mínimo que se hacía, además de un recambio de ruedas, si estaba previsto o hacía falta. Algunos equipos bien preparados y con tiempo suficiente incluso revisaban la alineación de ruedas y faros, detalles por el estilo.
Y por ahí, en medio del trajín, entre el silencio y el aullar de algún motor en prueba, gritos: “¡Fuego, fuego, un extinguidor!”. Alguna gota de nafta, un chispazo, y ya las llamas se extendían al predio donde cada coche y los vehículos cisterna eran una bomba de tiempo.
Pero, cuando no había una pérdida continuada de combustible, el fuego se apagaba pronto y solo, quedando como consecuencia el susto y alguna carrocería chamuscada.
Esta era la cara visible y estática de aquél inolvidable Gran Premio Standard. Después estaba el aspecto dinámico, o sea la carrera propiamente dicha, que para vivirla había que tomarse el día y ver pasar el tropel en alguna curva peligrosa, un badén traicionero o un vado de agua.
Incluso no faltaban quienes, simplemente per codere portaban algún trabuco para perforar algún cartel indicador o asustar a un rival en plena ruta. Como queriendo expresar: “Desde que se inventó el bufoso se acabaron los guapos”.
Pero esto ya es otra historia, fuera del Parque Cerrado, que algún día contaremos aquí.