Texto de Federico Kirbus

Una mansión en ese sector señorial de Palermo, que está a espaldas de Grand Bourg. Parquet lustroso, cortinados pesados, puertas que se abren y cierran silenciosamente. Valets y mucamos que atraviesan los ambientes cual fantasmas.

¿Un mausoleo, acaso?

Corre el año 1963. Estoy en la residencia de don Aarón de Anchorena, invitado por uno de sus tantos sobrinos que participa con un DKW en el Gran Premio Standard y que conocí poco antes. Me propuso conocer a su tío, al enterarse de mi investigación para reconstruir la historia del automovilismo deportivo y el Gran Premio Argentino, a ser publicado como número especial de El Gráfico.

Anchorena fue de los primeros en nuestro país a salir bebiendo los vientos con aquellas máquinas infernales de principios del Siglo XX. Aarón de Anchorena, igual que Juan Cruz Varela Castex -y sus primos Dalmiro y Hugo-, lo mismo que Carlos Goffre, Alberto Fehling, el doctor Juan A. Roth, el barón de Marchi y su hijo, Carlos Alfredo Tornquist, y el mismísimo ingeniero Horacio Anasagasti. Tiempos del primogénito Automóvil Club Argentino (1904) versus los “sediciosos” y “separatistas” del Touring Club (1907), bajo Ezequiel P. Paz (“La Prensa”).

He venido a conocer detalles de ese período épico de boca de uno de los testigos y protagonistas. Ocasión única para un periodista.

Me hacen pasar a un salón tapizado con pinturas y gobelinos. Una biblioteca cubre todo un panel. Ni un alma, sólo yo. De pronto, se abre una puerta oculta en medio de esa pared de libros y aparece un caballero en sus ochenta bien llevados. Se presenta: “Anchorena”.

Nos sentamos y comenzamos a charlar. No quiero ser descortés y decido memorizar lo que conversamos, sin tomar apuntes.

Me cuenta de su vuelo en “El Pampa” con Jorge Newbery sobre el Río de la Plata, llevados por una suave corriente del Sudeste con rumbo 52º hasta la desembocadura del río San Juan, la hoy famosa Barra. Tanto le gustó, que se enamoró de ese terruño y decidió comprar una enorme fracción. Como quiera que tuviera entonces 30 años, Aaron Félix Martín de Anchorena Castellanos le pidió a su madre que le adelantara lo que le correspondería a su herencia y adquirió lo que hoy es el hermoso Parque Anchorena. Once mil hectáreas. Así de llano.

Otra: cuando se encontraba en París, asistiendo en Chantilly a las carreras hípicas con la amiga de turno: “Me mojaba un dedo para ver de dónde soplaba el viento, le indicaba al chofer adelantarse a Bordeaux con mi Panhard Levassor, nos subíamos a la barquilla con una botella de Veuve Cliquot, y allá íbamos como Phileas Fogg con su fiel Passepartout”.

Y acaso lo más gracioso: “Allá por 1904, con los motores a explosión ya bastante desarrollados, decidí establecer en la bahía de Montecarlo un récord de velocidad en lancha. Yo disponía de la embarcación y la Fiat, fundada en 1899 y por tanto nueva en el mercado y con deseos de expansión, ponía el motor. Con esta condición: si yo lograba la plusmarca, no tenía que gastar un cobre. Si, en cambio, fracasaba, debía pagar los gastos. Dicho y hecho. Es más -continuó don Aarón-, la Fiat me dio para atender el motor a un mecánico muy avezado. Un hombre que corrió muchas carreras y al final se puso él mismo a fabricar automóviles. No recuerdo ahora su nombre…”

Activé mis neuronas y, para ayudarle, comencé tirando algunas referencias históricas:

-¿Nazzaro?
-¡No, no! Uno que como digo tuvo su propia marca, rival hasta cierto punto de Fiat.
-¿Nuvolari, Varzi, Campari, Ascari? -seguí, ahora inseguro, con mi listado.
-¡Ninguno de estos! ¡El de los autos tan bonitos!
-¿Acaso Lancia? ¬me atreví.
-¡Ese mismo! ¡Lancia, Vincenzo Lancia!

De muchas otras cosas, después de tanto tiempo, ya no me acuerdo. Pero me fui de aquel encuentro – don Aarón falleció en 1965 – masticando para mí una frase: “Vincenzo Lancia, mangiagrasa de un multimillonario argentino…”

Y muchísimo tiempo después me enteré de por qué fue justamente Vincenzo Lancia a quien se designó: porque su padre, el Cavalier Giuseppe Lancia, había estado y hecho fortuna en Argentina, y por tanto, verosímilmente, Vincenzo hablaba algo o bastante bien el español.

Y termino este breve racconto como suelo cerrar muchos de mis escritos que se basan en una suposición: SEuO.

Jorge Newbery y Aarón Anchorena, sobre el globo Pampa con el que hicieron el cruce aéreo del Río de la Plata.

El Río San Juan y el parque del que Anchorena se anamoró al sobrevolar la costa uruguaya. El excéntrico millonario hizo construir la torre en homenaje a Sebastián Gaboto.

El muelle privado de Anchorena, en la Barra de San Juan. Aarón era un apasionado de la náutica y así conoció a Vincenzo Lancia.

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