Desde París - Antes de avanzar con un texto que puede llegar a sonar como una protesta caprichosa, voy a repasar los motivos por los cuales estoy feliz de estar en el Salón de París: porque no conocía París, porque me encantan los autos desde que nací, porque amo el periodismo desde hace 20 años, porque Autoblog fue invitado cuando hasta hace sólo cuatro años ni siquiera sabía para qué lo estaba fundando, porque creo que puedo aportar una mirada diferente a los medios tradicionales, porque ayer me senté en una Ferrari SA Aperta y jugué a que la manejaba, tal como cuando era chico, en el 404 de papá.

Aclarado eso, convengamos que someter a 12.000 periodistas de 100 países a una maratónica jornada de prensa de 12 horas, con presentaciones de marcas diferentes cada 15 minutos, donde en cada una se develan hasta cinco autos nuevos, también puede convertirse en algo muy parecido a una tortura psicológica.

Y física. Porque el centro de exposiciones de las Puertas de Versalles es cinco veces más grande que La Rural de Palermo, porque a los geniales diseñadores de los stands -llenos de ideas locas y vanguardistas- no se les ocurrió colocar un mísero banquito para sentarse a descansar, porque los canapés que convidan en los stands tienen el tamaño de una arveja, porque el generoso sánguche de milanesa que venden en el kiosco de afuera cuesta 20 euros, porque la entrega del material de prensa es bastante caótica -ayer, en el stand de Ferrari, una avalancha de escribas rompió un mostrador de vidrio y lastimó a una promotora-, porque trabajar en un medio digital implica actualización instantánea -incluyendo fotos editadas y párrafos tan ingeniosos como limpios de errores- y porque la llamada "Sala de Prensa" se parece más bien a un campo de refugiados, donde escasean los escritorios, te roban la silla si te levantás para ir al baño, hay menos enchufes que en una choza amazónica y donde la conexión wi-fi se arrastra. Cuando no se corta.

Más allá de todo eso, qué lindo es el Salón de París.

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