Papelones hacemos todos y a ninguno le gusta. Una primera cita que no sale como estuvo planeada, una pésima presentación de negocio, llegadas a destiempo y algún que otro ridículo por no estar con el atuendo para la ocasión. He perdido la cuenta y algunas situaciones son inconfesables. Curiosamente, muchas veces es uno quien lleva la cruz, siendo apenas registrado por el resto de los coprotagonistas, olvidables ocasiones cuyas imágenes desearemos borrar para siempre.

En lo personal, cuando el papelón tiene que ver con autos, la daga cala profundo y mina para siempre mi autoestima. Desde una maniobra incorrecta, un error de cálculo o al hacerse cargo y alardeando con seguridad de un derrotero totalmente errado. Una circunstancia que lo deja a uno enredado en la peor de las experiencias en un entorno del cual se hablará por largo rato. Cuando se trata de autos, el ridículo se multiplica por mil y la cicatriz sangrará, sin exagerar, por décadas. Es algo que no nos podemos permitir ni perdonar pero que sucede y seguirá sucediendo con seguridad.

Si bien la lista es mas larga de lo que hubiera querido, con el mero propósito de cuidar el respeto y estima que, creo, he logrado ganar entre los lectores de Motor1, sólo me voy a limitar a aquellas anécdotas que al menos rescato como entretenidas. Al fin y al cabo, ninguna tuvo dramáticas consecuencias.

En algún momento al finalizar el verano de 1989, Renault (Ciadea en aquellos tiempos), se encontraba ofreciendo un “test drive” del recién lanzado R21 en el circuito KDT de Buenos Aires. Terminamos de dar un examen en la Facultad y con un grupo de compañeros no tuvimos mejor idea que pegarnos una vuelta, a ver qué onda.

Era un auto muy esperado y de avanzada en aquellos tiempos de pocas novedades, en un mercado cerrado y anticuado. Recogimos algunos catálogos que aún conservo y nos pusimos en la fila.

Un TXE azul metalizado nos esperaba sobre la “pista”. Con apenas 21 años y una incontinente ganas de acelerar, no tuve mejor ocurrencia que hacerlo a lo bestia. El caballero que iba de acompañante, víctima ocasional de aquél desparpajo juvenil, se molestó y con ganas. Aquél pésimo comportamiento no registrado como de tal gravedad, no acabó por borrar la sonrisa que había dibujado en mi rostro aquella experiencia sobre curvas peraltadas. Pasaron unos días y mi padre -enterado del evento, pero no de la circunstancia- me pidió que lo acompañara a probar el recién llegado producto de los muchachos de Santa Isabel.

Llegamos al KDT -impune y sin haber registrado el improperio pasado- nos acomodamos en la cola a la espera del turno, cuando el caballero copiloto -memorioso- me reconoció y con impetuosa autoridad, me sacó de la fila mientras vociferaba a los cuatro vientos que de ninguna manera probaría de nuevo el auto, porque mis amigos y yo habíamos desoído toda recomendación acerca de las condiciones de la prueba, que había excedido la velocidad y realizado maniobras peligrosas. Tal vergüenza sintió mi Viejo -que nada había tenido que ver con aquel desatino- que dio media vuelta abandonando todo interés en el manejo del auto o de cualquier otro lugar que lo señalara como el padre de la criatura. De regreso a casa, molesto y sin ningún disimulo, papá no ahorró epítetos, los cuales recibí estoicamente.

El año 1997 me encontraba por un breve período estudiando en EEUU, precisamente en la tradicional y rancia ciudad de Boston, concretamente en el suburbio de Waltham, a pocas millas de Cambridge. Condenado a vivir aquella experiencia de a pie, por obra y gracia de la Divina Providencia, me fue proporcionado un “usadito” Chevrolet Nova, que no era otro que un Corolla del '85 con el badge de la marca del “moño”. Era azul, sufrido por duros inviernos y con caja “sincrónica”. Se encontraba en perfectísimo orden de marcha: fue mi compañero de ruta por aquel tiempo de libros y bagels.

Marzo había arrancado con temperaturas bajísimas, menos quince y sorpresivas tormentas de nieve. Una tarde cualquiera, no sería mas de las 18, ya de noche, junto a un grupo de compañeros decidimos in a cenar a un bar. Recuerdo que era un Chili´s en las inmediaciones de Harvard Square -para quien conoce Boston-. La traza no es precisamente una cuadricula y además cada cuadra luce idéntica a otra con sus edificaciones estilo victoriano, sus sótanos y pórticos casi calcados. Como soy un caballero y bien educado, dejé a todos en la puerta del bar y me fui a buscar un lugar donde estacionar. Luego de dar un par devueltas encontré donde meter mi sub-compacto asiático-americano.

El frío impiadoso calaba los huesos y sin vestigios de luz diurna ingresé al restaurant donde pasamos un par de horas de buena conversación y comida chatarra, sin percatarnos que una fuerte nevada lo habría cubierto todo. Al momento de querer irnos, me ofrecí a buscar el auto y así ahorrarles a todos el horror del frío y la nevada. ¡Jamás lo encontré! Ya no sólo los edificios se veían iguales. En lugar de los autos había una hilera de siluetas blancas. Casi todos sedanes, casi todos un mismo dibujo con tres volúmenes blancos, suavizados por la acumulación nieve en algunos intersticios. Hubo que explicar lo inexplicable, conseguir un taxi y volver al día siguiente por el auto, el cual había estado buscando por la manzana equivocada.

El 2004 fue un gran año: el rebote de la economía y la esperanza de estar dejando atrás la crisis del 2001, generó un cierto estado de euforia que -si bien duraría poco- le cabe perfectamente al relato. Tiempos de reorganización y frenética productividad. Largas jornadas y un ir y venir entre clientes, giras y visitas ejecutivas. No recuerdo haber hecho tantos kilómetros ni acumulado tantas millas en un año como lo fue aquel 2004.

El presidente de la empresa para la que trabajaba por entonces me “sugirió” una visita a General Motors en Santa Fe y por supuesto puso sus condiciones. Deberíamos ir la noche anterior, cenar con un cliente en Don Ferro en Rosario y luego al día siguiente visitar planta de Chevrolet en Alvear, para regresar antes de las 15 a Buenos Aires. ¡Además, iríamos en su auto! Este último detalle, confieso que dobló mi entusiasmo (por lo que se venía). 

Se trataba de un Passat V6 Tiptronic 4 Motion que no tendría mas de un mes de uso. Dejé mi Honda en la cochera de la oficina y me propicié de las llaves del auto presidencial. Tanque lleno y luego de una extensa jornada, partimos hacia la “Chicago Argentina”. Fuimos rápido, muy rápido mientras recibía innecesarias instrucciones de manejo hasta que llegamos al hotel, dejamos los bolsos y salimos a cenar. Al día siguiente hubo que apurarse, un llamado lo detuvo en su habitación más de la cuenta y luego de un café a las apuradas nos lanzamos a la ruta saliendo por Oroño. Yo sabía que debía repostar: el V6 se lo había bebido todo. No hubo tiempo y yo comencé a sospechar que íbamos a estar al límite.

Además, mi plan era “acorralarlo” en el camino de regreso hablando de mi creciente carrera y aquellos beneficios tan esperados y por supuesto muy merecidos que vendrían con una futura promoción y para los cuales yo consideraba que la compañía estaba en deuda conmigo. La agenda de la mañana se desarrolló con desvíos importantes según la agenda planeada. Sin tiempo para almorzar y con una hora de retraso, salimos a la ruta. El display mostraba una autonomía alarmante y pocos kilómetros más adelante estábamos en situación de emergencia. Juro que quise parar en una estación de bandera blanca a la cual mi jefe, sentenció: “Una mas bonita. Quiero un café”.

Por alguna estúpida razón relacionada con lo que se llama "Disciplina Corporativa", le hice caso. Sucedió lo obvio y nos quedamos sin nafta. ¡No podía pasarme a mí! Logré detener el auto en un lugar seguro. De manera remota, se disparó todo un protocolo de seguridad que por poco no involucra al FBI –no es un chiste ni una ironía, así es cuando trabajás en una multinacional y tenés jefes gringos-.

Logré que me levantaran a dedo y por fortuna estábamos a metros de una Esso, que se encontraba sobre la mano de enfrente. Mientras tanto, se larga a llover a la vez que ruego a un baqueano que me alcance con el bidón. Al llegar al auto me entero de que este señor se encontraba fuera del auto y bajo la lluvia: una indicación del "Protocolo de Seguridad". El regreso transcurrió mas o menos en impensada normalidad. Lo peor aún no había sucedido y no fue sino hasta años mas tarde cuando fui descubriendo que mi fama era mundial: esta anécdota circuló el planeta detrás de cada asignación que al directivo lo iba llevado de continente en continente, desde Europa del Este hasta Asia y Estados Unidos. De más esta decir que, hasta que tomé coraje, tardé una semana en volver a mi oficina.

En el año 2008, en ocasión del Premio Coronación del Top Race, junto al equipo de marketing de mi empresa, la Revista Corsa y Alejandro Urtubey, se nos ocurrió traer un “Show Car” de Nascar. Luego de firmar un contrato leonino con el Roush Fenway Racing propietario de la escudería con quien mi compañía tenía un contrato como sponsor, se avanzó con lo que fue una proeza mediática.

Llegó el día y el Ford Fusion de 1.564 kilos y 800 HP ya se encontraba en un box del Galvez a metros de “La Chevy” de Matías Rossi, quien sería el piloto. Era viernes, teníamos muchas horas por delante de tarea con la prensa, actividades con clientes y por supuesto: la puesta a punto del auto.

La puesta en marcha no fue algo sencillo y pese a contar con un mecánico del equipo, un armario “Snap On” gigante repleto de herramientas y otro caballero en línea con Carolina del Norte, le debo estar eternamente agradecido a Cachi Scarazzini , su equipo y su ingenio, porque sin ellos el auto nunca hubiera arrancado. Todo ese fin de semana merece una columna aparte. Ya llegará el momento.

Idas y vueltas, gente entrando y saliendo del box devenido en stand y en medio de la nada, uno de los acompañantes del auto sugiere que, por contrato, el auto no podía girar sin que ellos conocieran la traza de antemano. Consiguí una autorización y un acompañante de lujo, nada más y nada menos que el director de la prueba: Miguel Ángel Guerra. El único auto a mano era el mío, una Chevrolet Zafira. Sí, señores: un monovolumen familiar con 136 caballos.

El recorrido sería por el Circuito 12, el largo que pasa detrás del lago. Subimos al auto y mientras prestaba atención a la pista y sin disfrutar de aquel histórico momento, escuché a los dos delegados del Roush, en perfecto inglés, comentar entre ellos acerca de que debido al exceso de “Bumping” no permitirían que el NASCAR girara en esa pista, yo sabía que el contrato los habilitaba a negarse. Recuerdo perfectamente que en ese preciso momento transitábamos por Salotto y entonces decidí parar. Iniciamos una conversación donde, no sin transpirar ni tartamudear consigo convencerlos y me dan su bendición.

Ya relajado e intentado abrir una conversación con mi ídolo comienzo estúpidamente a acelerar, tanto así que me entusiasmo por demás. Hasta entonces había tomado varias veces Ascari en pruebas de “endurance” o habilidad conductiva, se puede decir, que la conocía…  Y llega ese preciso momento en que; entre la adrenalina, la emoción por la ocasión y la sensación de triunfo por haber persuadido a esta gente de realizar el evento a pesar de los pozos sobre el pavimento, en ese mismo instante es cuando comienzo a madurar el papelón y este llegó con espectacularidad. Al llegar a la curva al final de recta opuesta sobrevino el desparramo, la leca y la tierra que volaba por doquier y a mí no me daban las manos para volver a la pista. ¡No lo podía creer! pasé el resto del fin de semana queriendo ser invisible. El fin de semana fue inolvidable y la inversión se recuperó con creces. Lo quedo para siempre en mente es aquel ridículo del cual y hasta hoy, sólo hubo cuatro testigos.

La lista sigue y es larga. Para no aburrirlos con tantos detalles, le confesaré sin tapujos que mas de una vez jure una fecha y un lugar y le erre por un continente y una década, tratándose una discusión acalorada en la sobre mesa de una cena del club. Otras muchas veces, jurando conocer el camino como nadie, me atreví a desafiar algún GPS con notables diferencias en mi contra. No son pocas las veces que “me comí” alguna referencia o habiéndola encontrado, le pifié al taqueo perdiendo puntos y tiempos en alguna regularidad. He perdido la cuenta de las veces que llevé algunos de mis clásicos a algún paseo o evento y nos volvimos en el ACA.

Algunas de estas historias no se cuentan para otras no hay más remedio. Tuve un Lancia Beta, restaurado y supervisado por mí, de paragolpe a paragolpe dedicando mi máxima atención y no hubo una sola vez que aquella belleza no me dejará tirado. ¡Fueras de pista, muchos! ¡Roturas de motor por desamor, un par! Una vez me fui a buscar un Fiat 600 a Rosario, un 63 puerta suicida y ahí nomás, en caliente, me lo traje. 10 horas de suplicio, tal era la temperatura que dejé un trapo suelto en vano y se prendió fuego, me salvo un señor que me aviso haciéndome señas para que parara.

He tratado de no perderme de nada, ansioso por andar, aun a mis cincuenta y pico, mi ansiedad y mis ganas de hacer, no han menguado, al menos no mucho. Estaré condenado a seguir acumulando historias, batallas ganadas y otras perdidas. Buenas y malas, nada impedirá que siga anhelando acumular aventuras sobre ruedas.

N.N.

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