Texto de Nico Nikola

Me gustan todos los autos, principalmente los autos. Me atraen las motos, los camiones y los buses me despiertan algo más que curiosidad. No dejo pasar la oportunidad para estar informado y leer material de actualidad. Una vez conduje un viejo 1114 (Ver...el clásico colectivo argentino) y nunca olvidé aquella experiencia, en secuencia con un anecdotario que merece un artículo aparte.

Nunca rechazo la oportunidad de probar ningún tipo de bólido, con el respeto y prudencia correspondiente y sin desconocer mis limitaciones: no puedo evitar querer vivir la experiencia. Siento un particular interés por aviones y barcos, disfruto mucho de volar y navegar cuando la ocasión se presenta. Jamás llevé los mandos de un avión por pequeño y rudimentario que fuese, mi condición de timonel me ha permitido llevar el timón de diferentes lanchas, cruceros, veleros y motoveleros.

Cada experiencia me ha dejado algo y en todos los casos he procurado vivirla con los cinco sentidos. Por supuesto que no todos los autos me gustan por igual. Hasta hay modelos y versiones que no me atraen en absoluto. Sin embargo, algunos de los menos atractivos me han permitido vivir la experiencia de lo diferente, en los tiempos en que hablar de diferencias se traducía en condiciones de conducción esencial y necesariamente contrapuestas. Es la experiencia y el entorno, ni ciencia ni arte, vulnerable humanidad.

Quisiera que me acompañen a los tempranos años '80. Un grupo de amigos que, por virtud, azar o simplemente porque era lo que teníamos a mano, nos solíamos encontrar alrededor de nuestros autos -a la vez que descubríamos la vida y soñábamos con un futuro- hacíamos uso y abuso de los maravillosos y limitados recursos que nos permitía huir del aburrimiento, eludir responsabilidades y prepararnos para una noche de sábado por Zona Oeste.

No siempre se podía contar con el auto de El Viejo -nuevo, mantenido y con algunos “chiches” para enamorar, como levantavidrios eléctricos, un techo corredizo o un equipo de audio cuadrafónico-. Por lo general, el sábado por la tarde, en casa propia o ajena comenzaba el ritual del acondicionamiento de nuestros vehículos o -cuándo no- segundos autos de uso familiar, casi siempre disponibles. Limpieza profunda, la instalación de un nuevo parlante o una revisada general a la puesta a punto. Manguera, un balde, detergente y trapos o toallas en desuso. Ni más ni menos. Para los más “franelas”: Autopolish y manos a la obra.

Volvamos ahora a este asunto acerca de las experiencias de uso. Si hasta aquí me han acompañado, entonces es tiempo de confesiones y detalles que espero pueda transmitir en primera persona y así llevarlos por unos minutos de la mano a aquellos tiempos pletóricos de incomparable diversidad y riqueza.

Ninguno llegaba a los 20 años, cada uno de nuestros autos habían sido adquiridos con magros ahorros, heredados o cedidos por encontrarse ya condiciones cercanas al desguace. Casi ningún modelo se repetía, pese a que la oferta había sido limitada y estrecha por décadas. Aquél detalle lo hacía todo más personal, excitante e ingenuamente competitivo.

Eduardo tenía una casa con gran terreno al frente, era el primero en comenzar con la faena. Su obsesión: un Escarabajo 1963 originalísimo, con su bandeja de mimbre, su pomo color marfil de baquelita y sus butacas semihundidas, de respaldo bastante recto. Color blanco arena, paragolpes prominentes y una pintura que pedía a gritos un repaso. Más tarde llegaba el Negro con su Fiat 600 Amarillo Positano: era un R disfrazado de S, que con esfuerzo se le había reemplazado: parrilla, aros y el marco de las luces trasera cromadas por el más “actual” negro mate. ¡Impecable! Contaba con un estéreo Lenco y dos parlantes. Envidiable.

El que se ocupaba bastante poco del auto era Daniel, por varias razones. Conducía un Mehari naranja que siempre lucía bien y con onda. Era en realidad el auto de su madre y, además, poco interés en la mecánica y el cuidado. Eso no cambió con el tiempo. Por lo contrario, se acentúo. Eso sí, él siempre estaba allí agregando color y variedad.

Sergio compartía un Fiat 125 con su hermano: Verde Lago, con tapizado de pana rojo, para mi propia suerte y su propio beneficio, siempre que podía me “soltaba” el volante reconociendo su incapacidad temporal y etílica para llevarlo en alguna que otra madrugada en una sola pieza de regreso a su casa. Alejandro había heredado el Fairline de su abuelo, sediento y espacioso, todos y cada uno alguna vez desangramos nuestras pobres billeteras, contado así con movilidad para seis. Gris, techo vinílico e interiores bordó, monocromático y al tono con su aspiracional de lujo y comodidad. Por fortuna, un seis cilindros 221 era el responsable de la fuerza motriz y no el aún más voraz V8 Fase II de las versiones LTD.

Por aquellos tiempos, me había propiciado de un 504 1971 en un “Verde Agua” que no era el color del auto que había sido parido por Safrar en marfil (y que había perdido a la largo de su existencia). Palanca al volante e interior suela, que además proporcionaba un gran andar con el encanto agregado del techo corredizo y una inigualable luminosidad abordo.

Completaban el listado, un R6 GTS azul metalizado, un Citroën M28 amarillo y un IES M83. A otro de mis amigos le habían regalado para su mayoría de edad un Super Europa 1.5 y a otro un Gacel GL 0km, butacas que a todos nos ilusionaba probar. No éramos un grupo de fanáticos ni un incipiente club de aficionados: éramos jóvenes para cuyos autos dedicaban una inusual cantidad de horas permitiéndose vivir una experiencia que nos completaba como personas, nos envestía de una fuerte personalidad cuando en realidad era débil y en formación. Le daba un sentido y dirección a una parte de nuestras vidas. Sin ellos, todo hubiera sido más difícil.

Motores traseros y delanteros, bóxer, en línea o transversales, refrigerados a aire o aguateros. Comandos de caja al volante, al torpedo o en la columna de dirección. Sedanes de dos y cuatro puertas, descapotables de lona, parcial o total. Amarillo, gris, verde, naranja o gris metalizado (con o sin techo vinílico).

He manejado cada uno de esos autos y no tengo más que extraordinarios recuerdos. Cada cual ofrecía una experiencia muy diferente de manejo, tenía mis favoritos, por alguna razón ya no puedo recordar cual ni por qué. Aquellas tardes de “set up” -término que desconocía entonces y que aplica a la perfección en esta ocasión- marcaron a fuego la pasión que hoy siento por los autos, esa vocación por la variedad, por vivir con los cinco sentidos cada momento de comunión con autos propios y ajenos.

Época de volantes con grips delgados, interiores espartanos de calurosos vinilos, despojados de lujo y confort. Épocas de vida suburbana y calles vacías, recorridos cortos y sensaciones eternas y enormes. En cuanto a la posición de manejo, de escasa regulación, te arreglabas como podías y siempre estaba bien, siempre correcta y suficiente, porque era uno el que se ajustaba a él y no él a nosotros. Sólo eso nos pedía. Inconsciente y necesaria capacidad de adaptación.

Lo increíble e inigualable era toda aquella diversidad maravillosa que transformaba tu ser, como lo hacían un Wrangler o unas Converse. Fantasías y realidades que transportaban cuerpo y alma, aquí y más allá, muchas veces sin siquiera salir de la cochera. Usted me entiende: cuando los recursos son tan escasos, la imaginación se torna infinita y los recuerdos indelebles.

Escribí esto cuando al 2021 le quedaban algunas horas. La nostalgia se volvía incontenible y me desbordaba al escribir estas líneas. He pasado un buen rato en mi escritorio ensimismado y atento a la redacción. Apenas me he percatado del bullicio. Me asomé y observé, ya eran más de las diez de la noche.

Desparramados entre la pileta, las reposeras y el deck. Hablaban, se empujaban, escuchaban “música” y planeaban algo: una salida, "una clandestina" (le dicen ahora). Tienen entre 18 y 20 años, algunos notan mi presencia y saludan con cariño, percibo una suplica por indulgencia, se viene una noche movida. Con esfuerzo me digo: "Vos estuviste ahí" y así defino mi estrategia de supervivencia.

Di media vuelta y volví sobre mis pasos, cuando un espasmo de curiosidad me llevó incontenible a la puerta de entrada. No lo pude evitar y me asomé. La lista que completaba la explanada de estacionamiento de casa comenzaba de derecha a izquierda por un A3, un Golf IV, un Gol Trend y un Onix, todos gris metalizado.

Más allá, en segunda línea, un Yaris blanco y una Santa Fe negra. Todos con tracción delantera, motor transversal, comando al piso e interiores negros, sin más que algún degradé gris oscuro y algún aplique negro “piano”.

Tanta monotonía me subyuga, pero no me subleva, me produce una necesidad irresistible de completar la nota. Sonrío en silencio y me arrojo sobre la notebook. ¿Que si los tiempos pasados fueron mejores?.

No lo sé. Seguramente, no. No me animo a cerrar estas líneas sin una cuota de imparcialidad que me permita recorrer ese puente que nos trajo hasta aquí y no la encuentro.

El ruido se acrecienta, no es tan gris ni monótono como su medio de transporte y ni tan racional y previsible como el conjunto mecánico que los completa. Son jóvenes y pergeñan un plan que ya está en marcha. Y yo quiero el mío. Tomo las llaves de mi Golf -gris, por cierto- sorteo algunos obstáculos -en gris, por supuesto- y salgo de casa con un solo destino, con un solo propósito: el galpón y mi 132 bordó.

Completamente analógico, su interior habano y ese capricho delicioso de la puesta en marcha en frío renuevan mi espíritu. Una vuelta por la Ruta 9, un café en la Shell de siempre y un volver al origen que cierran el destino de este 31 de diciembre de 2021. Treinta y tantos años después y la disposición de vivir la experiencia con los cinco sentidos está intacta. Brindo por ello.

N.N.

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