Hace ya muchos años, leí un interesante artículo bastante mal traducido del inglés acerca del lugar que ocupa un automóvil como un simple producto. Es decir que, despojado de pasiones o fronteras tecnológicas, un “producto mercadeable", si se me permite la expresión y el término más allá del rigor del leguaje (les advierto que lo haré durante toda esta nota).

Una vez alguien dijo que los "marketers" (aquí voy de nuevo) podíamos inventar palabras y nos lo hemos creído. Aquella nota de varias páginas, que recorría gran parte de la historia del automóvil, se titulaba así: “El automóvil como Mercancía Reina”.

Por más esfuerzo que haga (y juro que lo he hecho), no puedo ni encontrar el artículo original ni el autor, pero jamás en los últimos años dejé de recordar (y por supuesto, reimaginar) aquella nota fantástica que me marcó para siempre.

Tampoco estoy seguro si se trataba de un capítulo fotocopiado de algún libro de Diseño. Tanta imprecisión me obliga con ustedes a un gesto de honestidad, advirtiéndoles que todo lo que escriba será fruto (como siempre) de aquello que creo que recuerdo, que creo que sé y que casi seguro han “engordado” a lo largo de tantos años de lectura, observación y algunas experiencias en primera persona.

“Mercancía Reina” fue un término que se usó hace tiempo, principalmente en España, para referirse a un producto cuya naturaleza lo vuelve el arquetipo de aquel al cual se pueden aplicar todos los conceptos, teorías y herramientas de la mercadotecnia.

Desde conceptos básicos y anticuados como "Las 4 Ps del Marketing Mix", teoría creada por el profesor Neil Borden en 1953, que destaca la necesidad de administrar un correcto balance entre el Precio, la Plaza (canal de distribución), el Producto y la Publicidad. Hasta la Matriz de Ansoff, que describe la importancia de la diversificación de mercados o la tan vigente Matriz BCG de la Boston Consulting Group, que nos habla del ciclo de vida de un producto, desde que nace hasta que muere y su posicionamiento a través del tiempo hasta ser discontinuado. Herramientas como mapas perceptuales, mapas del valor y sofisticados modelos matemáticos y estadísticos como el “Montecarlo” definen los atributos que deberá tener el nuevo automóvil.

El tamaño de la pantalla del infotaitment, los colores de carrocería e interior e incluso el olor y el sonido a bordo. El ruido del escape saliendo por parlantes traseros, la inútil parrilla frontal de un auto eléctrico o los dos salidas de escape simuladas en el paragolpes trasero son algunos de aquellos ejemplos donde el marketing le marca la cancha del tablero del diseñador.

Atención a los románticos, porque esto siempre ha sido así, al menos desde los años '20, consolidándose para siempre con las Motorama de GM en los años '50, los super-salones o “trade shows” de las décadas siguientes, el e-comerce al comenzar el nuevo milenio y la recién llegada realidad virtual. El auto como un producto que encaja perfecto a la hora de definir una estrategia de “Go to Market”, usando el 100% de las herramientas de mercadotecnia a mano. Todo aplica con su total potencial.

Nos encontramos ante un loop interminable, infinito, donde campañas de comunicación modelan nuestro gusto, nos llevan de narices detrás de aquello que nos quieren vender, que no es nada más y nada menos que aquello que “dijimos” que íbamos a comprar. ¿Se entiende? No somos libres: nuestra capacidad de elegir y desear está modelada a imagen y semejanza de aquello que se ha sido interpretado, reconfigurado, adaptado a los recursos disponibles y luego re comunicado a través de poderosas campañas de marketing que vuelven a modelar nuestro gusto para luego atraernos al salón de ventas.

Todo aquello que deseamos es fruto de la manipulación lograda a través de sofisticados mensajes científicamente pensados para que al final, el volumen de ventas y la escala de producción reflejen el éxito del “producto” con un contundente resultado positivo en el “Bottom Line”. Sin dinero, el círculo se abre y se rompe para siempre y sobran ejemplos a la largo de la historia.

Un producto resultado de una correcta interpretación al descubrir necesidades no articuladas ni explícitas en un segmento del mercado podrá salvar o hundir para siempre una marca.

Lee Iacocca lo hizo dos veces, con el Mustang de Ford y la Minivan de Chrysler, los dos mejores ejemplos que ahora se me ocurren, eso fue arte y no sólo ciencia, la misma que había parido al Edsel una década atrás siendo este un rotundo fracaso.

No es un producto el que fracasa. No es un diseño el que no gusta. No es un auto caro o barato. Es su propuesta de valor que no ha sido correctamente comunicada.

Conserva un error de origen al definir sus atributos ganadores. No se ha logrado comunicar con claridad su posicionamiento –el lugar en nuestra mente en que se ubica en una categoría- o simplemente ha llegado tarde. Es complejo y apasionante como lo es esta increíble industria.

Estoy seguro de que, a esta altura, la inmensa mayoría de ustedes ya acumula contraejemplos y motivos para insultarme. Con el propósito de amigarme con el lector y anticipar un justo descargo voy a invertir algo de tiempo y espacio en tratar de explicar por qué estoy convencido de que usted no está de acuerdo con lo que acabo de escribir, lo que no implica que no leeré con gusto cualquier tipo de comentario a favor o en contra, que no hace más que alimentar mis ganas de seguir contándoles acerca de mi mirada del mundo del automóvil.

Usted y yo somos una especie compleja, sino complicada para el departamento de Marketing: indescifrable, inflexible y muy poco adepta a la evolución.

Para peor, existen espacios que nos nuclean y potencian. Nos autoconfortamos y retroalimentamos, reforzando argumentos férreos más bien producto de la emoción que de la razón.

Sin embargo, somos tan pocos y conformamos un nicho tan mínimo que nos somos ni una línea en un Business Plan.

Si quiere entender la nota, por un momento, no piense como un petrolhead. 

Hace unos meses, un amigo unos 15 años más joven me estaba mostrando una inmensa Mercedes-Benz GLC 300 Coupé (leer crítica). Orgulloso, me decía: “Me quise dar un gusto”. ¿Qué gusto se quiso dar? Para mí, un capricho es un BMW Z4 (leer crítica), una Giulia de Alfa Romeo (leer crítica) o un Lexus LC500 (ver nota). Pero una SUV Fastback de casi cinco metros, que con mi poco más de un metro setenta apenas me puedo ver por encima de su techo, nunca. Yo me crié mirando a Simón Templar en su Volvo P1800, al Agente 86 bajarse de un Sunbeam Tiger, ni hablar de la Dino de Dany Wylde: todos marcaron a fuego y para siempre todo aquello que aún hoy, para mi generación, representa el tipo de auto que denotan deportividad, glamour, la quintaesencia del dandismo y un machismo pasado de moda del cual tendría que volver a nacer si quisiera despojarme del mismo para siempre.

Sin embargo, la seguridad con la que escribo no hace más que confirmar lo frágil y maleable que ha sido mi mente en una determinada época de mi vida, mi adolescencia y temprana juventud.

Es la misma razón por la que no concibo el reguetón o calzarme unos chupines. Aún uso Ray-Ban Aviator y todavía no me animo a mi primer Smartwatch. Todo esto también lo estudia y lo entiende el marketing. Es por eso que el final de los coupés, sin ánimo de dramatizar, significa en algún sentido el final de mi era. Este comportamiento se explica por algo que se conoce como el “Cohorte Effect” o efecto de la cohorte. No es otra cosa que un principio estadístico que puede aislar variables que definen a un universo de individuos que comparten un espacio temporal y físico, que a su vez ha definido esas variables.

Es decir, un grupo que en determinado momento de su vida han recibido un cumulo de determinados estímulos comunes que definen a su generación. Saltando de la estadística a la piscología, si determinado contexto se da en el momento que estamos madurando nuestra personalidad, aquellas variables se vuelven prácticamente indelebles.

Si aún no está de acuerdo, intente una última reflexión. ¿No es un auto la razón de ser y existir de toda una industria que además moviliza millones de puestos de trabajo, estados regulando y medios de transporte surcando mares y rutas? Si la respuesta es sí, entonces hay que venderlo, hacerlo rentable y ganador. En este sentido no es un producto muy diferente a una mayonesa, una tablet o una motosierra.

Relájese y olvide todo lo que he escrito. Pronto volveremos a los clásicos y a disfrutar sin culpa ni ningún otro cuestionamiento de lo que estamos hechos y hasta aquí nos ha traído.

N.N.

La Columna de Nico Nikola

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