Texto de Nico Nikola

Me gustaría abrir un debate honesto acerca de los componentes que hacen más atractivo a un paisaje y los recuerdos que quedarán grabados en nuestra memoria por siempre. Con una cuota necesaria de ironía -más una pizca deliciosa e inevitable de neurosis, cuota aceptable de locura-, quisiera encarar un tema que busca en usted, más que un lector activo, un cómplice.

La mente humana es compleja e insondable. Sin embargo, a mis cincuenta y tantos, hace tiempo que dejé de cuestionarme ciertas particularidades que a los ojos de terceros no son más que asuntos inexplicables. Es así como soy y de lo que estoy hecho.

Y aquí vamos.

Tal vez tenía unos ocho o nueve años cuando un familiar nos vistó con fotos de su viaje al Norte argentino. Entre tantas imágenes recuerdo haberme detenido en una: la ciudad de Purmamarca. Coronada por el famoso Cerro de los Siete Colores, entre tantas piedra, casas de adobe y una feria con artesanías, puse especial atención en un Mehari rojo, estacionado en la esquina de la plaza.

Aquel detalle fue lo que, a través de mis retinas, quedó grabado en mi ya dañado cerebro. A mis trece años, tuve la oportunidad de visitar la región. Al llegar a ese preciado paraje turístico, lo primero que hice fue buscar el Mehari.

¡Y lo encontré!

Estoy seguro de que a usted le pasa como a mí. Al llegar a un lugar, a un país, ya sea por turismo o por trabajo, mientras la “gente normal” pone su atención en iglesias, cúpulas y fuentes históricas, usted pone todo su interés en aquello que esta a la altura de sus ojos: circulando, estacionado o simplemente en un salón de ventas.

Sabrá a qué me refiero. No ser tan explícito me alivia un poco.

Son objetos que le dan al sitio el halo de lo lejano, de lo diferente y confirman el atractivo de lo desconocido. Tal o cual modelo o versión que nunca se vendió en nuestro país, aquél que sólo hemos visto en una revista o porque nos ha llegado el comentario de un amigo. Los primeros dos o tres días, uno cree enloquecer, a la vez que su familia lo confirma (y en algún punto empieza a sentirse molesta). Camina abstraído, mira aquí o allá. Con disimulo toma fotos, cuando no se detiene observando a algún cacharro a riesgo de perder el contingente (que lo abandonaría con gusto, si pudiera). Cruza de una vereda a otra y juega al solitario intentando escrutar su propio conocimiento: “¡Tenía razón, es un Alpine 110 Legende GT!”

A esta altura, ¿cabe alguna duda de que el automóvil es una parte esencial del paisaje? ¿Acaso serían lo mismo Milán, París o Boston si transitasen los mismos vehículos que en Buenos Aires? Perderse en algún rincón del estado de Victoria (Australia) o recorrer una ruta perdida al Norte de Escocia no serían lo mismo si el taxi no fuese un Holden Commodore o una vieja Toyota Previa. En absoluto: no lo serían.

En ese sentido, Brasil ha perdido su atractivo. Al menos lo ha ido perdiendo lentamente, en la medida en que las fronteras de la industria automotriz se han desdibujado, sino desapareciendo por siempre. Por razones de trabajo, sólo unas pocas veces por turismo, he visitado al país vecino innumerable cantidad de veces, siendo la primera vez en 1980. Jamás olvidaré la excitación que experimenté, lo curioso que me sentía al caminar por las calles, comprando una Quatro Rodas o ingresando a los concesionarios pidiendo catálogos (que aún conservo).

A cada metro, una rareza: una silueta poco o nada conocida. Las calles “sonaban” a refrigerados por aire y las puertas traseras eran un detalle sutil e innecesario. El primero al que subimos fue un taxi: Ford Corcel II L. Sin dificultad, me senté en el asiento trasero mientras observaba el cuadro de instrumentos y la radio con onda corta. Al arrancar, se elevo de nariz tal cual el Renault 12 de mi tío. ¡Por supuesto, hablábamos de la misma plataforma y el mismo motor! (aunque eso lo supe después). Ingresamos de la mano de mi padre en una agencia de General Motors para curiosear y de allí me traje de recuerdo un catalogo que ahora mismo está en mi colección: ilustrando la línea completa de Opalas y Chevettes.

Luego vistamos “una Ford”. El salón de ventas tenía exhibida una Belina LDO color marrón metalizado, con el interior habano y las toberas del aire acondicionado integradas al torpedo. Me encantó. En el frente, sobre la explanada, un LTD Ladueu blanco, con el techo en vinílico azul. Allí también me enteré que los Jeep o las Estancieras (Willy Rural, en Brasil) eran fabricados por Ford y en cierto sentido explicaban la mecánica del Corcel. La F100 (“F1000”, para ellos) a diferencia de la nuestra, era una versión anterior y al igual que las pick up de GM que incluía la espléndida Varaneio, se veían ya desactualizadas.

Los Passat no eran un secreto. Ya se los empezaba a ver en Buenos Aires, importados por VW. Las versiones dos puertas, en cambio, no dejaban de atraer mi atención. ¿Y el Dodge Polara? No era más que un Dodge 1500 dos puertas, con motor “uno ocho” y algunos detalles de lujo y refinamiento, que aquí no había visto: ¡que rareza!

En cambio, el Charger realmente me impactó, derivando del Dart, una coupe imponente de colores pastel, techo vinílico, un interior más trabajado y detallado que el de nuestra GTX. El siguiente taxi fue un Brasilla: todo por descubrir, oler y sentir.

Por doquier y sin respiro fue una experiencia de aprendizaje que jamás olvidé. Una Fiat 147 Panorama, una Chevette Marajó y un Gol refrigerado por aire completaron mi experiencia de uso, por mi edad, siempre en el asiento trasero. Hubo muchos otros viajes, ninguno como ese. Jamás he podido despojarme del reflejo de vivir la experiencia descubriendo un lugar a través del parque automotor, algo que por lo general disfruto en silencio.

Brasil ha tenido una larga historia de autos artesanales, de “pequeñas series”, con pretensiones de ser exclusivos y llamativos. Fueron la mejor opción para aquellos que pretendían algo diferente, personal, en un mercado aún más cerrado que el nuestro. La lista es extensa. Cómo olvidar el Miura en su versión Targa, el MP Lafer (algo así como nuestro Antique), el Puma GTB/GTE, VW SP, Willys Interlagos, Alfa Romeo 2300/Rio y la lista es aún muy larga.

Sólo a modo de ejemplo: hablar de pequeña serie en Brasil es decir que el Miura, a lo largo de 14 años, fabricó 9.500 unidades en sus tres versiones. Hoy muchos fueron recuperados por clubes y fanáticos.

Buggies pequeños de fibra como el Gurgel Mini y otros menos conocidos daban atributos variopintos a las urbes brasileñas.

Fue una época que se extendió hasta avanzado los años ’90. Mercosur mediante, comenzó un proceso de mimetización que llegando a nuestros días muchas veces nos hace preguntarnos si un modelo se ha hecho en Córdoba o en Curitiba (como si la respuesta importase en algo). Por años, he acumulado catálogos, revistas Quatro Rodas e incluso he participado de eventos, entre ellos el de Aguas Do Lindoia, algo así como nuestra Autoclásica, con mucho más foco en su propia historia industrial, de la cual podemos extraer muchas analogías con la nuestra. Coincidencias en tiempo y preferencias, como si la realidad actual se hubiera estado cocinando a fuego lento por algunas décadas, puertas adentro de cada fabricante.

Aún hoy, si tengo oportunidad, me detengo con admiración y curiosidad frente a un Ford Maverick o una Opala Caravan, aunque ya nada me sorprenda de una rural tres puertas, cuando nadie la nombraba así (es decir, que el portón trasero aún no había sido degradado a la categoría de tercera puerta).

La magia terminó hace años. El encanto que proponía aquél atributo del paisaje se esfumó quedando como característica temporal y distintiva una placa patente que ya inició un proceso de mutación para dejar atrás -también- ese sello característico.

Hoy la regionalización manda. Las fronteras se abren. Y todo es igual. No sólo bueno, sino necesario, al igual que lo es una cuota de nostalgia que nos retrotrae a un tiempo pasado, que nos ha dejado recuerdos que también nos hacen y nos constituyen.

He disfrutado mucho de escribirles esta nota. Sobre mi escritorio hay revistas, catálogos y un libro. He evitado Google o YouTube: a puro papel y sin cesar de ojear y releer viejas notas. Han aflorado recuerdos que creí perdidos en el laberinto de mi memoria.

Amigos lectores, muchas gracias por invitarme a este paseo imperdible, del cual espero me hayan acompañando.

N.N.

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1979: cuando los autos argentinos invadieron Brasil
Las fotos que ilustran esta nota pertenecen al archivo de Jason Vogel: "1979 - cuando los autos argentinos invadieron Brasil" (leer acá).
La columna de Nico Nikola: “Por qué Argentina nunca volverá a fabricar un Torino”
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